Hace unas semanas fui a
ver Hotel Salvación al cine. Mi primera idea era porque la película trataba de
la preparación a la muerte pues el protagonista siente que el momento de dejar
esta vida había llegado y según la tradición, si moría en Benarés, estaría
bendecido y saldría de la rueda de las reencarnaciones (la película es hindú).
Partiendo de esa premisa, lo que vi fue una película donde las relaciones
familiares tienen una importancia crucial. Su hijo decide pedir permiso en el
trabajo para acompañar a su padre. Ambos se instalan en el Hotel Salvación
donde tienen quince días para esperar la muerte. ¿Y si no llega? Tienen que
volver a casa.
Por supuesto, su hijo, empleado en una empresa
moderna, pegado constantemente al móvil, no entiende las motivaciones de su
padre pero lo respeta porque así lo han educado.
Mientras tanto, en casa se quedan la nuera y la
nieta, cada una con su propia visión de la situación. La nuera no vive bien que
se marchen a Benarés. Oscila entre su miedo a "se va porque no cuidó bien
de mi suegro" a "os vais a Benarés de vacaciones y os vais son
mí." La nieta, sin embargo, es el ojo derecho de su abuelo. Cariñosa,
positiva, cámara en mano para grabar lo que piensa que será sus últimos
instantes con su abuelo. La complicidad entre ambos se ve cada vez que están
juntos.
El viaje a Benarés se transforma en una despedida,
sí, pero también en una redefinición de las relaciones familiares. ¿He sido un
buen padre? ¿Estoy siendo un buen hijo? ¿Hasta qué punto puedo incidir en la
vida de mis allegados?
La vida que dejan es impersonal, frenética,
moderna. La vida que encuentran en Benarés es tranquila y transformadora. La
escena cuando padre e hijo llegan al hotel y un niño se columpia en medio de la
gente, balanceándose de un lado a otro, sin tropezar con nadie, me resulta
entrañable.
Los paseos en barca por el río, donde el tiempo
parece no importar y las conversaciones acercan a los personajes simplemente
mágicos.